¡TODOS A LOS CUADROS!
Cuando se supo que la Virgen de la Granada de Fra Angélico iba a
incorporarse al museo del Prado, la reina María Luisa de Parma
decidió ipso facto que un acontecimiento de tal calibre
merecía celebrarse por todo lo alto. En cuanto la Virgen estuvo
instalada y el museo cerrado, agarró con firmeza de la mano a sus hijos pequeños y fue ella misma a darle la bienvenida.
—¡Ave
María Purísima! —saludó
en voz bien alta la reina.
—Sin
pecado concebida —contestó
la Virgen con un hilo de voz.
—Señora,
es un privilegio extraordinario contar con vuestra presencia. Una
obra maestra como vos no sucede todos los días. Permitidme agasajaos
con un pequeño convite nocturno en vuestro honor.
Tras un silencio que pareció durar una eternidad, la Virgen, con
voz pastosa, contestó:
—Majestad,
os doy las gracias, pero ahora solo deseo descansar. El viaje en la
caja ha sido largo y muy incómodo.
—Señora,
—replicó
la reina, que era muy amiga del jolgorio
—, permaneceréis colgada de ese gancho in
aeternum, y tiempo habrá de sobra para conciliar el sueño.
Prepararemos un banquete de bienvenida hoy mismo y no se ha dicho más
¡Francisco! ¡María Isabel! ¡Saludad al Niño Jesús!
Los infantes hicieron una tímida reverencia, y el Niño, que se
había despertado con las voces, balbuceó un poco, alargó la mano y
les ofreció unas semillas de granada que de buena gana aceptaron y
se llevaron a la boca. La Virgen aprovechó entonces para insistir
que con un poco de fruta y agua estaría más que agradecida, pero no
hubo manera. Con entusiasmo juvenil, María Luisa se alejó
arrastrando tras de sí a sus dos retoños dictando órdenes a
diestro y siniestro. La Virgen de la Granada suspiró, se arrebujó
como pudo en su toca azul ,y cerró los ojos para dormir un poco,
deseando que fuese lo que fuese se acabara pronto.
Inmediatamente comenzaron los preparativos: se juntaron mesas y
sillas de diferentes cuadros y las Hilanderas hicieron silbar sus
ruecas para tejer y bordar a tiempo un mantel conmemorativo.
Los Borrachos aportaron garrafas de vino, vasos y uvas para el
postre.
Se reunió un ingente número de bandejas rebosantes de carne...
pescado...
Los bufones y enanos de los Austrias se ofrecieron para amenizar la
velada.
Se afinaron flautas, laúdes, violines, violones, claves, oboes y
guitarras, y se discutió con fervor el repertorio más apropiado
para la fiesta.
No faltaron los majos y manolas de los cartones goyescos que trasladaron sus
fandangos, seguidillas y juegos populares a la Galería Central del museo.
En la Rotonda se instaló un columpio.
Y también trajeron un pelele para mantear.
Poco a poco empezaron a llegar curiosos e invitados. Los nobles goyescos venían muy perfumados, con pelucas recién empolvadas, ricas casacas y puños de fino encaje. Al lado de una falsa ventana, Durero andaba ocupado ajustándose unos guantes de cabritilla.
Se había puesto guapo con un jubón de rayas y una gorra con borla a
juego, y buscaba causar sensación tratando de adoptar una pose
solemne y ensayada. La elegancia era su estilo de vida y, además,
había que estar en guardia por si aparecía un nuevo mecenas. Una
sombra planeó repentinamente sobre su rostro, y al alzar la vista
contempló una cometa que, como un mosquito inquieto, iba y venía
tanteando el techo de la galería.
En sus aposentos, la reina María Luisa se debatía entre un vestido a
la moda francesa o un traje con mantilla. Después de mucho
sopesarlo, finalmente se inclinó por lo segundo, por aquello de
congraciarse con el pueblo.
Su suegro, Carlos III, irrumpió bruscamente en la estancia con un
humor de perros.
—
¿Es cierto lo que ha llegado a mis oídos? ¿Qué
no habéis invitado al banquete a los Austrias? ¿Se puede saber qué locura es
esta?
La reina se miró en el espejo antes de contestar y se atusó un
poco el pelo.
—¡Los
Austrias se pasan el día montando a caballo!
-- ¡Si quieren cabalgar, que se queden donde están! - siguió la reina - La galería no es un pesebre.
—
¡No todos los Austrias van montados a caballo!
—señaló irritadísimo Carlos III—.
¡Al menos tened la decencia de invitar a la infanta Margarita!
—No
es de nuestra familia
—apuntó María Luisa sin darse la vuelta y
recolocándose la peineta.
—
¿Pero qué mosca os ha picado? ¡Es una niña!
—reconvino
su suegro—.
Y nos conviene mantener lazos de amistad con los Austrias. ¿A esto
lo llamáis diplomacia?
La reina calló largo rato. Lo cierto es que a María Luisa le
reconcomía de envidia los enormes y lujosísimos vestidos y joyas
que lucían siempre las esposas de los Austrias. Ahí estaba Mariana.....
Isabel de Borbón...
...y no digamos ya Isabel de Portugal que, encima, era ¡emperatriz!
Sin embargo, recapacitó, y al instante se despachó un emisario al
Alcázar con la invitación para la infanta.
Cuando el ama leyó el pergamino, Margarita brincó y batió palmas
de gusto:
—
¡Por fin salgo de este cuadro! —gritó
la niña jubilosa.
—
¡Sí, pero cuidado con mancharos el vestido! —advirtió
una menina.
—
¡Y no regreséis tarde que mañana Velázquez tiene que seguir
retocando el retrato! —apuntó
la otra.
—
¡Velázquez es un pesado! —gritó
Margarita impaciente saltando del marco.
—
¡Margarita! —exclamaron
las meninas escandalizadas.
Pero la infanta ya había salido corriendo detrás de un grupo de
majos que jugaban a la gallina ciega y no hizo el menor caso.
Cuando todo estuvo dispuesto para el banquete en la Galería Central, la familia de
Carlos IV hizo una magnífica aparición.
Y todos los invitados que esperaban en corrillos, se sentaron a la larguísima mesa a cenar. La Virgen de la Granada ocupaba el asiento de honor y hacía
esfuerzos por sonreír y mantener los ojos bien abiertos. La reina
había dispuesto que el Cardenal se sentara a su vera...
Pero cuando vio a Durero con el jubón abierto, tosió violentamente, pidió un vaso de vino y ordenó que cambiaran los asientos. Muy pronto, la reina y Durero se enfrascaron en una conversación íntima que se desarrollaba entre susurros, lo que puso de los nervios a Carlos III que ya andaba exasperado por el asunto de las invitaciones y porque, minutos antes del comienzo del banquete, había cazado a su nieto Fernando jugando a los naipes y haciendo trampas.
—
¡Honor y dignidad! —le
había espetado Carlos III tirándole de una oreja y llevándolo ante
su padre
—. ¿Así piensas gobernar un día el reino?
A Carlos IV, sin embargo, no parecía importarle lo más mínimo las
confidencias que se traía su mujer con Durero.
Andaba entretenido contándole un cotilleo palaciego a la condesa de Vilches que, sentada al otro lado de la mesa, sonreía risueña y escuchaba muy atenta cada palabra que pronunciaba su Majestad.
—
Carlos, hijo —susurró
Carlos III cuando su primogénito acabó la anécdota y la condesa
miraba hacia otro lado—.
Tu mujer.
Ladeó la cabeza señalando a la pareja, pero Carlos IV lejos de
turbarse, prorrumpió en una sonora carcajada:
—
Descuidad, padre. Los reyes tenemos la ventaja de que nuestro honor
está a salvo, pues si las reinas mostraran las mismas inclinaciones
que otras mujeres, solo podrían coquetear con reyes y emperadores. Y
aquí, como veis ¡no hay ni un Austria!
—
¡Pero serás simple! —espetó
Carlos III arrojando la servilleta y levantándose de la mesa
bruscamente.
Hizo una rápida reverencia a la Virgen que andaba casi dormida con
el efecto del vino y murmuró:
—
Disculpadme, Señora. El deber me llama.
Y dicho esto, salió de la Galería a grandes zancadas, agarró de un
rincón su rifle, silbó a su lebrel, y se encasquetó un sombrero de
tres picos.
Acto seguido se marchó al monte del Pardo a cazar con el rey Felipe IV de Austria...
...y su hijo el príncipe Baltasar Carlos, dispuesto a olvidarse de toda su familia.
Para entonces la Virgen de la Granada andaba dando cabezadas y se le
escurría del regazo una y otra vez el Niño, el cual, finalmente se
puso a llorar porque se daba golpes contra la mesa. La reina, que de
niños sabía mucho porque había tenido catorce hijos, tomó al Niño
Jesús en brazos y lo acunó. Después, se lo pasó a su hija María
Luisa que sostenía en sus brazos a su bebé de pocos meses.
La infanta hizo lo que pudo con los dos críos, pero le pesaban
mucho. Finalmente, dejó al Niño Jesús en el suelo, junto a los
hijos de los duques de Osuna que andaban jugando con un
perrito y una carroza de juguete.
Hacía calor, y la reina abrió el abanico. Mientras se regalaba los
oídos con las adulaciones del rubio Durero, observó por el rabillo
del ojo el ir y venir de bandejas rebosantes de finos manjares. A la
tenue luz de las velas, resplandecían magníficos los collares de
oro y las sortijas de piedras preciosas de los invitados de más
rango. La nota discordante la ponía una noble dama al fondo de la
mesa, muy enjoyada, muy gorda, que padecía amnesia, y de la que no
se sabía nada excepto que la había pintado Rembrandt.
Unos afirmaban que se llamaba Judit y otros Artemisa, pero ella
insistía en que era cantante de ópera barroca. De vez en cuando se
levantaba para entonar un si sostenido sobreagudo que hacía saltar
los tímpanos y a los asistentes de la silla.
Cuando dieron las doce, la Virgen se quedó profundamente dormida y
el exceso del banquete empezó a causar estragos. Los borrachos se
levantaron de la mesa y se empeñaron en coronar con hojas de vid a
los comensales.
Entre las sombras de la pared se paseaba de acá para allá, como un fantasma y con dolor de barriga, un caballero vestido de negro.
Entre las sombras de la pared se paseaba de acá para allá, como un fantasma y con dolor de barriga, un caballero vestido de negro.
Y una maja de rizos morenos se quitó, de repente, la ropa y se tumbó
tal cual Dios la trajo al mundo en un canapé verde a hacer la
digestión.
—
¡Impudicia! —gritó
Carlos IV, que era muy pacato.
Y la obligaron a vestirse de nuevo.
En medio de este guirigay, Jovellanos trataba de redactar su Informe
de la Ley Agraria con poco éxito. Había declinado acudir al festín
por sobrecarga de trabajo y dio la casualidad de encontrarse en el
cuadro que presidía la mesa, detrás de la Virgen. Como no podía
pensar con lucidez, empezó a hablar en voz alta para sí mismo:
—Los
manantiales de la abundancia no están en las plazas, sino en los
campos. Sólo puede abrirlos la libertad y dirigirlos a los puntos
donde los llama el interés.
Al oír la palabra “libertad”, la reina pegó un respingo, le
mandó callar y le amenazó con encerrarlo en un castillo si no se
dejaba de monsergas liberales. El Ministro de Justicia y Gracia calló
prudente, y entrándole de repente un cansancio espantoso, dejó la
pluma, se acodó en el escritorio y observando la escena, musitó:
—
Los pueblos tienen el gobierno que se merecen.
El Cardenal, que tenía un oído muy fino, dejó el tenedor en el
plato, apoyó un brazo en la mesa y se le quedó mirando.
Acto seguido, pronunció una retahíla de jaculatorias en latín que
obligaron a todos los presentes a guardar silencio, juntar las manos,
y entonar un lastimero ora pronobis que no cesó hasta que
Jovellanos se vio obligado a unirse al coro. Tanta solemnidad quedó interrumpida repentinamente por un bramido
sobrenatural, ronco y desgarrado, como el de un toro herido.
—
¡Por los clavos de Cristo! ¿Qué es eso? —exclamó
Carlos IV poniéndose pálido.
El General Urrutia, que siempre llevaba un catalejo en el bolsillo,
saltó de su asiento y se ofreció a averiguarlo.
Le siguió el General Palafox que había dejado su caballo atado en
la Rotonda y aseguró que iría más rápido.
También se levantó el Cardenal, muy tieso y circunspecto, y los
tres desaparecieron por las entrañas del museo quedando todos los
asistentes expectantes y en silencio. La Virgen se despertó
entonces, y miró alrededor sin saber muy bien dónde estaba y qué
sucedía. De repente, empezaron a temblar ligeramente copas, platos y
cubiertos, y el miedo se propagó como la peste cuando oyeron a voz
en grito al Cardenal en la distancia clamando:
—
¡Vade retro, Satanás, vade retro!
Irrumpió entonces sin aliento Urrutia en la Galería con la nueva
de que el Cardenal se había enfrentado a Saturno crucifijo en mano y
que el General Palafox había ido a por refuerzos.
— ¿Saturno? —murmuró María Luisa temblándole los labios—. ¡Mis hijos!
— ¿Saturno? —murmuró María Luisa temblándole los labios—. ¡Mis hijos!
La reina se levantó de inmediato buscando con gran agitación a María Isabel,
Francisco y Fernando.
— ¡Mi Niño! —exclamó la Virgen para sí al darse cuenta de que no estaba el Niño Jesús en su regazo.
— ¡Mi Niño! —exclamó la Virgen para sí al darse cuenta de que no estaba el Niño Jesús en su regazo.
—
¡Mi padre! —gritó
Margarita
—. ¡Que vengan los Tercios de Flandes!
María Luisa apretó los dientes al oír a la niña de los Austrias,
pero estaba tan ocupada levantando las faldas del larguísimo mantel
buscando a sus hijos que no dijo nada. Urrutia aseguró a Margarita
que Palafox estaba ya de camino al Alcázar, pero lo cierto es que
tardó lo suyo en volver porque como Felipe IV, el príncipe Baltasar
Carlos y Carlos III se habían ido a cazar juntos al Pardo, Palafox
no le encontró por ninguna parte. Tuvo que solicitar ayuda al
valido, el conde-duque de Olivares, que se hizo de rogar lo suyo.
— ¡Mi
Niño! —gritó
la Virgen histérica esta vez
—. ¿Dónde está mi Níño?
La infanta María Luisa y la duquesa de Osuna se miraron espantadas
y se echaron mutuamente la culpa.
—
¡Estaba con vos! —chilló
la infanta.
—
¡Bajo vuestra responsabilidad! —vociferó
la duquesa
—. ¿Cómo queréis que vigile a cinco niños
a la vez? ¡Vos solo tenéis uno!
—
¡Basta!
—interrumpió la Virgen con lágrimas en los
ojos—.
¡Por el amor de Dios, ayudadme a encontrarlo!
Se pusieron todos a buscar al Niño, incluidos los dos ángeles
guardianes de la Virgen que continuamente revoloteaban a su
alrededor y también habían caído víctimas del sueño. Sin
embargo, entre la poca luz que había y el nerviosismo reinante, no
encontraron al Niño por ningún lado.
—
¡Qué hacéis, cochinos, dejad eso! —chilló
la reina cuando al levantar una esquina del mantel, encontró por fin
a Francisco y María Isabel debajo de la mesa y llevándose a la boca
algo del suelo. Fernando, en cambio, no aparecía.
—
¡El heredero! —decían
todos
—. ¿Dónde está el heredero?
El General Palafox entró en la Galería a galope tendido, seguido de un bosque de lanzas, y entre todos se apresuraron a atrancar la puerta y tomar posiciones. Carlos IV seguía sentado a la mesa, con ojos de besugo y la boca entreabierta, incapaz de articular palabra. A todo esto, la Virgen lloraba, pero el bramido de Saturno acercándose hacia la Galería pronto enmudeció su llanto. Los cubiertos empezaron a saltar de la vajilla como si tuvieran vida propia, y tintinearon los vasos de cristal en un concierto improvisado. Cuando Saturno golpeó e hizo crujir la puerta, se desató el pánico. El dios tenía un hambre atroz y estaba furioso porque nadie le había invitado al banquete. Se había enterado casualmente por un chivatazo. Rugía como un poseso, y con los empellones, los goznes de la puerta amenazaban con saltar de un momento a otro.
—
¡A los cuadros! —gritó
el general Urrutia viendo el peligro inminente
—. ¡Todo el mundo a los cuadros!
Como ratas en un galeón que se hunde, los comensales huyeron
despavoridos empujándose, pisándose, y encaramándose al primer
lienzo que encontraban a su paso. La Virgen de la Granada también
volvió a tomar asiento en su marco sin dejar de llorar, y los dos
ángeles guardianes se pusieron a trazar círculos histéricos sobre
su cabeza sin saber qué hacer. Solo unos pocos valientes se quedaron a ayudar a los Tercios que
lanzas, espadas, cuchillos y navajas en mano apuntaban a la puerta
como un solo hombre. Un grupo de majos tiró del mantel haciendo
volar vino, búcaros y platos armando un grandísimo escándalo.
Después, enrollaron el mantel fuertemente sobre sí mismo, y lo
convirtieron en una improvisada soga gruesa que extendieron tensando
por ambos extremos.
Al poco y tras un fuerte chasquido, las hojas de
la puerta reventaron y, como una boca enferma, vomitaron
una bestia. Las picas de los Tercios de Flandes se hundieron en el cuerpo de Saturno con brío, pero el dios sintió tan solo el punzón de unas
agujas, y dando manotazos aquí y allá, se abrió camino entre el
ejército como Moisés entre las aguas. Se cayó, sin embargo, al
suelo cuando se tropezó con la soga, lo que aumentó aún más su
furia. Los ojos se le saltaron de las órbitas, y escupiendo
maldiciones atronadoras en una lengua extraña, extendió sus largos
brazos, arrebató de un tirón la soga, cerró
el puño alrededor de un nutrido número de soldados, y después, se
lo tragó todo como si fuese aquello un espárrago blanco y un
montoncito de avellanas. Prosiguió su camino destructor devorando
cuanto encontraba a su paso: la mesa del banquete, las sillas, las
bandejas, los vasos, los cubiertos. Se comió hasta la cometa, el columpio, el pelele, las velas y
los candelabros. Tras de sí dejaba la Galería sumida en tinieblas y
a los comensales aterrados.
Pero entonces sucedió algo extraordinario. A Artemisa-Judit le entró
un ataque de pánico cuando Saturno pasó a su lado y, al chillar,
salió de su garganta un sí sobreagudo que obligó a Saturno a
taparse los oídos y aullar como un perro. Se alejó
entonces de la mujer un par de pasos, y al observar su reacción,
Artemisa-Judit se lanzó a cantar sin cesar una nota sobreaguda tras
otra dando el recital de su vida. Saturno, tambaleándose de un lado
a otro, como borracho, huyó despavorido escaleras abajo, buscando
refugio en la espesura de las pinturas negras....
...y la compañía de las brujas.
Fue entonces, en plena oscuridad, cuando los ángeles de la Virgen advirtieron un levísimo resplandor en un rincón de la Galería y en el que nadie antes había reparado. Al acercase, el resplandor se tornó en un haz de luz dorado intenso que bajaba del cielo iluminando a La Anunciación de Fra Angélico. En su regazo, acurrucado, dormía plácidamente el Niño Jesús y la Virgen le mecía y cantaba bajito. Los ángeles sonrieron aliviados y quisieron llevárselo, pero la Virgen se resistió:
—
¡Tantos siglos esperando al crío y ahora que por fin lo tengo, me
lo arrebatáis!
La Virgen estrechó al Niño contra sí.
—
¡Pero Señora! —dijo
el arcángel Gabriel preocupado—.
¡Es que esto ya no es la Anunciación!
La Virgen guardó silencio, bajó la cabeza, cruzó los brazos sobre
el pecho y dejó con tristeza y resignación que los ángeles se
llevaran al Niño.
La Virgen de la Granada lloró de alegría al ver a su hijo y le dio
de comer un poco de granada fresca para mimarlo. Todos se alegraban
de la reaparición del Niño, pero aún faltaba alguien más por
salir de la oscuridad. El futuro Fernando VII parecía haberse
esfumado y muchos le acusaban ya de traición.
—
¡Luz, luz!
—gritaban todos
—. ¡Necesitamos luz!
Acodado todavía en su escritorio, Jovellanos, que se había pasado
el tiempo meneando la cabeza y resoplando, sugirió tomar prestado el
gran farol de los fusilamientos del 3 de mayo.
Y aquella noche por primera vez en muchísimos años no hubo disparos
en el museo del Prado. Palafox, Urrutia, los Tercios, los majos y
hasta Durero escudriñaron el museo de arriba abajo hasta que por fin
dieron con el príncipe Fernando. Lo hallaron oculto en el cuadro de
Las Lanzas, entre las filas del ejército holandés y con uniforme de
soldado.
—
¡Traidor! ¡Monstruo! —gritó
María Luisa cruzándole la cara de un sopapo cuando le llevaron ante
su presencia.
Después se echó a llorar y le abrazó, y su hijo suplicó
clemencia. Lo confesó todo. Había sido él quien había puesto a
Saturno al corriente del banquete, y adujo que había bebido demasiado. Se puso de
rodillas y pidió perdón una y otra vez con voz lastimera. Carlos IV
se apiadó de él y dijo que su palabra era suficiente y que no
recibiría castigo alguno. Sin embargo, cuando Carlos III regresó
del Pardo y se enteró de lo sucedido, montó en cólera y quiso
desheredarlo. Hubo una fuerte discusión entre las testas reales y,
al final, se llegó al acuerdo de que el príncipe mantendría su
título y estatus, pero a cambio Goya pintaría una oscura sombra
cerniéndose sobre él en el retrato de familia, como recordatorio y símbolo de su honor y dignidad mancillados. Fernando
aceptó la condición y así quedó terminado el cuadro.
Después, Goya y Velázquez tuvieron que afanarse toda la noche en
arreglar los desperfectos que Saturno había causado repintando a
toda prisa mobiliario, bodegones, cartones y retratos.
Al alba todo quedó dispuesto para que el museo abriera sus puertas
de nuevo, y reyes, nobles, majos, soldados y pintores se quedaron muy
quietos en sus lienzos. Cuando los relojes reales dieron las ocho,
entró en la Galería un señor de la limpieza armado con un cubo y
una fregona, y pronto se puso a refunfuñar al ver unas manchas rojas
en el suelo, como moras pisoteadas, que recorrían la Galería de un
extremo a otro.
—
¡Esto es increíble! —masculló
el hombre—.
¡Lo que faltaba por ver! ¡Comiendo en el Prado! ¡Adónde vamos a
llegar!
Y se puso a rascar fuertemente los pegotes sin dejar de gruñir todo
el tiempo. A su espalda, el Niño hundió la manita en la granada que
le ofrecía su madre llevándose a la boca unas semillas, y la
Virgen, recolocándose un poco mejor su toca azul, sonrió.
AUTORA: LAURA VIÑAS VALLE
Listado de cuadros por orden de aparición:
Las Hilanderas o la fábula de Aracne (1657) - Velázquez
AUTORA: LAURA VIÑAS VALLE
Listado de cuadros por orden de aparición:
La Virgen de la Granada (1426)– Fra Angélico
La Familia de Carlos IV (1800) – GoyaLas Hilanderas o la fábula de Aracne (1657) - Velázquez
Los Borrachos, o el triunfo de Baco (1629) - Velázquez
Bodegón con gavilán, aves, porcelana, y conchas (1611) –
Clara Peteers
Bodegón con pescado, vela, alcachofas, cangrejos y gambas
(1611) - Clara Peteers
Bodegón con plato de acerolas, frutas, queso, melero y otros recipientes (1771) - Luis Meléndez
El Bufón El Primo (1645) – Velázquez
Bufón con Libros (1640) - Velázquez
Bufón con Libros (1640) - Velázquez
El Bufón Calabacillas (1639) - Velázquez
El oído (1617-1618) – Jan Brueghel ‘El Viejo’ y Rubens
El baile a la orilla del Manzanares (1776-1777) – Goya
El columpio (1779) – Goya
La cometa (1778) - Goya
Autorretrato (1498) - Durero
La reina Maria Luisa con mantilla (1779) - Goya
Felipe III a caballo (1635) - Velázquez
Felipe IV (1635-1636) - Velázquez
El Príncipe Baltasar Carlos a caballo (1635) - Velázquez
Las Meninas o la familia de Felipe IV (1656) - Velázquez
Mariana de Austria (1652) – Velázquez
La reina Isabel de Borbón a caballo (1635) - Velázquez
Isabel de Portugal (1548) - Tiziano
La Gallina Ciega (1789) - Goya
El Cardenal (1510) - Rafael
Carlos IV (1789) - Goya
La Condesa de Vilches (1853) – Madrazo
Carlos III, cazador (1786) - Goya
Felipe IV, cazador (1633) - Velázquez
El príncipe Baltasar Carlos, cazador (1635) - Velázquez
Los duques de Osuna y sus hijos (1788) - Goya
Judit en el banquete de Holofernes (antes Artemisa) (1634) –
Rembrandt.
El caballero de la mano en el pecho (1578) – El Greco
La Maja desnuda (1790) - Goya
La Maja vestida (1808) - Goya
Gaspar Melchor de Jovellanos (1798) - Goya
El general don José de Urrutia (1798) - Goya
El general José de Palafox a caballo (1814) - Goya
Saturno devorando a su hijo (1820) - Goya
Gaspar de Guzmán, Conde-Duque de Olivares, a caballo (1636) -
Velázquez
Las lanzas o la rendición de Breda (1635) - Velázquez
Vuelo de Brujas (1798) - Goya
El aquelarre o El Gran Cabrón (1820) - Goya
La Anunciación (1425) – Fra Angélico
3 de mayo de 1808 en Madrid: los fusilamientos de patriotas
madrileños (1814) - Goya
El pintor Francisco de Goya (1826) - Vicente López
El pintor Francisco de Goya (1826) - Vicente López
Genial, Laura, Me ha encantado!
ResponderEliminarDerroche de imaginación, un buen trabajo!
ResponderEliminar¡Que bonito! Me ha encantado, como describes tu relato.
ResponderEliminarContinua escribiendo.
Besos
¡Muchas gracias!
ResponderEliminarBELLO!! Lo he compartido en Facebook
ResponderEliminarInteresante relato histórico, repleto de un profundo contenido relacionado con el arte. Enhorabuena por tanta creatividad!
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